martes, 11 de octubre de 2011

EL TESTAMENTO DE ISABEL





Muerta Isabel la Católica, prematuramente dejó a sus sucesores un testamento político que debió ser el punto de partida de la obra de su nieto, el emperador Carlos V, hijo de Juana y representante, por vía paterna, de la Casa de Austria en España.

Es interesante recordar las claúsulas de aquél testamento porque nos encontramos allí con el florecimiento del auténtico espíritu medioeval, del alma apostólica europea de los  siglos  XII y XIII.
Isabel la Católica representa la prolongación de la Edad Media en Europa.La vuelta a lo cristiano clásico, a lo caballeresco, enriquecido en cierta  manera con todas las audacias del renacimiento secular aportadas por Fernando, "el político" por antonomasia. Gobierno remozado de teólogos en pueblo de soldados.

Toda la Conquista de América y la colonización  posterior -como queda dicho-, se llevó a cabo respetando en lo fundamental los codicilos del documento  póstumo isabelino.Es indispensable conocerlos para explicar el sentido evangélico de la obra de España, que tanto se tergiversa y desfigura.

En aquéllos días la religión informaba a la política. Esta le estaba virilmente subordinada.Porque se comprendía toda la importancia de la espiritualidad en el mundo; y porqué, después de vivir toda una época tremenda, la Fe debió imponerse por sí misma, como se impuso.El hombre cuando sufre, está inclinado a elevar su vista, a levantar su pensamiento a las cosas más altas.
Bien. Con aquel sentido místico-realista, España colonizó América siguiendo los consejos del testamento isabelino, que fueron respetados -en lo fundamental- por los representantes de la Casa de Austria, hasta Carlos II.
Interesa leerlas ya que, además, están escritas en un estilo deliciosamente anacrónico. Dicen así:
"Cuando nos fueron concedidas  por la Santa Sede Apostólica las Islas y Tierra Firme del Mar Océano, descubiertas y por descubrir, nuestra principal intención fue al tiempo que suplicamos al Papa Alejandro VI (hace referencia a la famosa bula pontificia) de buena memoria, que nos hizo dicha concesión. de procurar inducir y traer  los pueblos de ellas, y convertir a nuestra Santa Fe Católica, y enviar a las dichas Islas, y Tierra Firme, prelados y religiosos, clérigos y otras personas devotas y temerosas de Dios, para instruir los vecinos y moradores de ellas la Fe Católica, los  adoctrinar y enseñar  buenas costumbres, según más largamente en las letras de dicha concesión se contiene.
Suplico al Rey, mi Señor, muy afectuosamente, y encargo y mando a la princesa (doña Juana) mi hija, y al príncipe (Felipe) su marido, que así lo hagan y cumplan, y que éste sea su principal fin, y que en ello pongan mucha diligencia, y que no consientan ni den lugar a que los indios vecinos y moradores de las  dichas Islas y Tierra Firme, ganadas y por ganar, reciban agravios alguno a su persona y bienes; más manden que sean bien y justamente tratados, y si algún agravio han recibido lo remedien, y provean de manera que no exceda cosa alguna, lo que por las letras apostólicas de la  dicha concesión nos es inyungido y mandado"

Hasta aquí el documento de marras.Pero, a mayor abundamiento, los reyes sucesores consignaban por su parte en el mismo tono solemne: "Y nos, mandanos a los virreyes , presidentes, audiencias, gobernadores  y justicias reales, y encargamos a los arzoobispos, obispos y prelados eclesiásticos, que tengan esta claúsula muy presente, y guarden lo dispuesto por las leyes, que en orden de conversión de los naturales, y a su cristiana y católica doctrina, enseñanza y buen tratamiento, éstan dadas"
¡Política de la Cristiandad en el nuevo mundo!

FEDERICO IBARGUREN, Lecciones de historia rioplatense, Buenos Aires.


DIA DEL DESCUBRIMIENTO DE AMERICA



Con el Descubrimiento de América empieza una nueva etapa de la Historia y digo "Descubrimiento" y no "Encuentro de Culturas" u otros términos novedosos creados por mentes hipersensibles y acomplejadas porque el término Descubrimiento en la acepción dada en el siglo XV quiere decir la "incorporación en la sociedad cristiana de hombres y naciones que no lo estuvieran". Los países descubiertos, por tanto, no significa que fueran salvajes o primitivos; es más, Colón buscaba el Cipango y el Cathay de Marco Polo, precisamente culturas y naciones superiores a la Europa renacentista. Lo que el término quiere decir es su "incorporación" a la cultura occidental. En esta etapa renacentista la historia se caracteriza por la universalidad de conocimientos de todas las tierras, por el mercantilismo y el colonialismo que nos llevarían a un proceso histórico-cultural-científico-náutico que es consecuencia de esta etapa y que a la vez inspira nuevos descubrimientos de lugares o cosas que se ignoraban. En el siglo XV se sabían muchas cosas pero se ignoraba la dimensión del globo terráqueo y más de la mitad de la tierra era incógnita. ¿Hasta donde abarcaba Asia? 
¿Dónde ubicar el imperio del Gran Khan de los tártaros? Existía el Preste Juan de las Indias? ¿Cómo cruzar la zona tórrida del Ecuador? ¿Cómo se mantendrían de pie los "antípodas" dos siglos antes de ser explicado por Newton?.
Esto es el renacimiento: progreso científico y paradójicamente grandes preguntas sin respuestas. Se estaba a la expectativa de nuevos jalones. Los Portugueses fueron los primeros en cruzar la zona tórrida sin que el mar hirviera y sin temperaturas insufribles. Era el espíritu de competición que se agudizaba; el ambiente era intranquilo y al mismo tiempo prometedor.
Desde el Descubrimiento, por el transcurso de cuatro siglos la Corona española patrocinó ininterrumpidamente expediciones científicas al Nuevo Mundo. Junto con el afán de riquezas y la obstinación misionera, también navegaba la sed de conocimientos característica de una época signada por la transición del Medioevo al Renacimiento. Un buen ejemplo es el de Hernán Cortés que, aislado en un México hostil, envía un equipo de exploradores a las laderas del humeante Popocatépetl para observar el fenómeno que aterrorizaba a los indígenas. Cinco décadas después, en 1570, la expedición de Francisco Hernández de Córdoba a Nuevo México realiza el primer relevamiento botánico del continente ignoto: un género de plantas de las Lauráceas lleva el nombre de Hernandiáceas. Se cumplía así con la ordenanza de Felipe II de 1573 a sus funcionarios: averiguar todo lo posible sobre los dominios de ultramar.
Increíblemente algunos autores imputaron a España de haber carecido del Renacimiento, cuando el Descubrimiento de América fue la expresión máxima del mismo. Lamentablemente, la obra de España en América fue entintada por una metódica campaña de desprestigio instrumentada eficazmente por Inglaterra y Francia, durante los siglos XVIII y XIX, en su competencia por el dominio de los océanos.
 Esta "Leyenda negra", suerte de demonología política con la que se pretende demoler el legado hispánico en el Nuevo Mundo, aún encuentra epígonos en ambas orillas del Atlántico, especialmente en el escenario anglosajón. 

Recientemente se ha reeditado el "Esquema de la Historia" de H.G.Wells, donde, entre otros desatinos, expresa: "Es un infortunio para la ciencia que los primeros europeos que llegaron a América fueran esos españoles tan escasos de curiosidad, sin pasión científica, sedientos de oro y llenos de la ciega beatería de una reciente guerra de religión. Hicieron pocas observaciones inteligentes sobre los métodos e ideas indígenas de estos pueblos primordiales. Los exterminaron y bautizaron; pero tomaron muy poca nota de las costumbres y de los motivos que cambiaban ante su ataque". Es evidente que de tanto preocuparse por la "Guerra de los mundos" y el planeta Marte, había olvidado la historia del propio. Wells no tenía la menor idea de la existencia de Sahagún, de Durán, de Monardes y de los Cronistas de Indias que actuaron como etnógrafos empíricos mucho tiempo antes del nacimiento de la Antropología. Ni que decir de la existencia de Félix de Azara. Porfiadamente, esta execración del pasado persiste en la actualidad, enmascarada en un indigenismo de mercado.

Las expediciones ultramarinas fueron en tal número y dotadas de tal manera que bien pudo decir Humboldt: "Ningún gobierno europeo ha sacrificado sumas tan

considerables como las que ha gastado Españapara adelantar el conocimiento de la naturaleza".

El Descubrimiento y la Conquista de América se hicieron con técnica española y con espíritu hondamente europeo en cuanto a su ansia de saber. Los navegantes y pilotos del siglo XVI se lanzaron al descubrimiento de mares y costas con los tratados de navegación de los españoles. El Arte de navegar, de Pedro de Medina, el Breve compendio, de Martín Cortés y otros, sirvieron de texto en toda Europa durante siglos. Las grandes rutas marinas, los españoles las descubrieron. La circunnavegación, ¿quién la hizo antes que nadie? ¿Quién se acercó jamás a los países nuevos con más curiosidad humana y científica que los españoles?. Cortés no pasa por los volcanes sin mandar a Ordás que los vaya a investigar. Los libros inteligentes sobre el país, sus habitantes fauna y flora, lenguajes y costumbres, se suceden sin cesar. La Corona organiza cuestionarios de información que asombran al antropólogo moderno por su amplia curiosidad. ¿Qué se quería de España? ¿Qué en el siglo XVI inventara el by-pass?.
No. No se quería nada. Pura ignorancia, con su mezcla usual de arrogancia. Conste pues que en la llamada leyenda negra hay quizá más ignorancia que malevolencia. Y por aquí entramos en el error de definir a Europa como el continente de la ciencia. La definición peca de estrecha, dice Salvador de Madariaga, porque excluye el cristianismo y reduce el socratismo a la mera técnica. Vaya como ilustración un contraste elocuente. Doscientos años después que un Sahagún o un Sarmiento de Gamboa estudiasen con inteligencia técnica digna de la modernidad las costumbres de los indios, Sir Jeffrey Amherst, general en jefe de las fuerzas inglesas en las colonias americanas de Inglaterra, le escribía a su subordinado el coronel Bouquet desde Fort Pitt (1763): "Hará Ud. bien en intentar contaminar a los indios(quiere decir con viruela) por medio de mantas así como en probar cualquier otro método que sirva para exterminar esa raza execrable". Y el nada indigenista general añade: "Celebraría que el plan que usted tiene de cazarlos con perros dé buen resultado".
Resalta aquí la confusión entre el sistema y la excepción, la ley y el crimen. Y también entre la técnica (Sócrates) y la humanidad (Cristo).
España, por otra parte, no poseía el patrimonio de la intolerancia que era común a toda Europa. Recordemos, por ejemplo, que los Espinosa, familia de judíos leoneses que se fuga por Portugal a Holanda huyendo de la Inquisición, se encuentra con una intolerancia y una persecución no menores por parte de los rabinos de la judería ortodoxa de Ámsterdam. Descartes, aún viviendo en Holanda, tuvo que esconder algunos de sus manuscritos. Rousseau anduvo de la ceca a la meca en Europa perseguido por sus ideas en Francia y en Suiza. El libro de Suárez sobre La Monarquía lo quemó el verdugo en Londres pero circulaba libremente en Madrid. Y creo recordar que a Servet lo quemó Calvino en Ginebra por obstinarse en no quitar una coma de donde le estorbaba al Dictador ginebrino. Concedo que si Servet se hubiera quedado en España lo probable es que habría muerto a la misma temperatura; pero esto no hace a España menos sino más europea.
Sin embrago, esta campaña nacida hace cinco siglos al calor de la disputa entre las potencias marítimas europeas, a calado tan hondo en algunos ignorantes, que aún hoy se siguen repitiendo los libelos del siglo XVI.
Un ejemplo es el comunicado de Télam del año pasado repitiendo el chascarrillo del "genocidio más grande de la historia", que fue contestado por quien les habla en una carta dirigida al diario "La Nación". A los pocos días, un tal Ovidio Lagos me respondió airadamente (Y cito textualmente):
"La nota de María Gordillo, periodista de Télam, sobre el genocidio español en América, es lo más valiente y exacto que se ha publicado en los últimos años. La conquista española fue un verdadero genocidio. La anglosajona, en América del norte, en cambio, fue notablemente distinta. No mató ni torturó al indio, sino que lo desplazó para adueñarse de sus territorios y, en ellos, fundó ciudades y empresas. Tampoco intentó cambiar las creencias religiosas de los indios por la espada, por el fuego o por la tortura. No podemos decir que eso sucedió en Hispanoamérica. El conquistador venía a estas latitudes para enriquecerse y, para lograrlo, no dudó en esclavizar al indio".
"Fray Bartolomé de Las Casas, en su "Brevísima relación de la destrucción de las Indias", comenta cómo los españoles quemaban vivos a los indios, los torturaban, y ni los bebes se salvaban de estos horrores". ("La Nación", Carta de Lectores, 24/10/05).
Es evidente que este ignorante no sólo no leyó un libro, sino que ni siquiera vio una película de John Wayne o la famosa "Danza con lobos".
Pues bien, en esta línea de iconoclastia barata, un estrambótico integrante de la política local ha propuesto eliminar el feriado del 12 de Octubre. Es María José Lubertino, titular del Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo. Y decimos estrambótico, porque esta funcionaria adquirió notoriedad el Día de la Primavera, cuando repartía preservativos en el Rosedal.
Tarea higiénica que no objetamos, desde luego, pero la mezcla de sistemas anticonceptivos con la historia y la antropología se nos presenta como algo confuso. Honestamente, todavía no tenemos en claro la finalidad de este Organismo.
Lo interesante es que esta señora fue convencional constituyente en la Capital por la UCR y luego diputada nacional por la Alianza. Parecería que desconoce o, lo que es peor, niega, que la celebración del 12 de octubre como feriado nacional fue instituida por el presidente Hipólito Irigoyen por decreto del 4 de octubre de 1917 y también el decreto 7786, de 1964, durante la presidencia de Arturo Illia que estableció la celebración con el fasto correspondiente en toda la República.
El argumento invocado, incluso por amigos personales, como Santiago Kovadloff, es que es inaudito que a esta altura del siglo se siga hablando del "Día de la Raza". Se confunde al asignarle un sentido antropológico.
El concepto de "raza" basado en evidencias lingüísticas antes que étnicas, ha sufrido interpretaciones particulares, como la de los críticos que comentamos, quienes ignoran que el término "iberoamericano", es también antropológico. En España se prefiere cambiar hoy el nombre de "raza" por el de Hispanidad. Pero una interpretación vale la otra. Decía Laín Entralgo, quien fuera rector en Madrid, que la "raza" suponía la reunión de estos tres ingredientes: primero, hablar el español; segundo, profesar la confesión católica y tercero, sostener y defender una concepción ética de la vida.
De modo que quién habla castellano, reza a Jesucristo y está acostumbrado a decir "si" o "no" a tiempo y con firmeza, cualesquiera sea el tinte de su piel o la región del planeta donde haya nacido (La Pampa, California, el País Vasco o Filipinas, blanco, cobrizo, tagalo o mulato) integra legítimamente esa raza de la que hablamos, dado que ya eran mestizas las proas de Colón. Entendemos que el decreto del Día de la Raza de Hipólito Irigoyen, quién no era protagonista de ningún Walhalla Vagneriano ni aspiró nunca a asumir la categoría de héroe del Conde Gobineau, está concebido en el cuadro de la amplitud de criterio que comentamos. "Castilla", "católico" y "no importa" son sinónimos o metáforas de universalismo. Martín Fierro hablaba la lengua de Santa Teresa, se santiguaba yasumía el castellano sentimiento caballeresco de la vida. Pertenecía al pueblo de Cervantes, a la comunidad de la raza.
Algo tendrá el agua cuando la bendicen. Algo tendrá "Hispanoamérica" cuando la reniegan. Pero comencemos por afirmar que o no hay unidad hispanoamericana o si la hay radica en lo hispano. Esta afirmación es una perogrullada. Los "indios" no tienen nada de común; ni lengua, ni tradición, ni tipo físico, ni costumbres, ni folcklore ni absolutamente nada. Los negros tampoco. Si de la Argentina a México, si de Chile a Guatemala hay unidad, esta unidad es hispánica. Si no se admite lo hispano, no hay unidad.



JOSE LUIS MUÑOZ AZPIRI (h), conferencia pronunciada en el Instituto Nacional de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, 12 de octubre de 2006.

TRES LUGARES COMUNES DE LAS LEYENDAS NEGRAS.


Introducción
La conmemoración del Quinto Centenario ha vuelto a reavivar, como era previsible, el empecinado odio anticatólico y antihispanista de vieja y conocida data. Y tanto odio alimenta la injuria, ciega a la justicia y obnubila el orden de la razón, según bien lo explicara Santo Tomás en olvidada enseñanza. De resultas, la verdad queda adulterada y oculta, y se expanden con fuerza el resentimiento y la mentira. No es sólo, pues, una insuficiencia histórica o científica la que explica la cantidad de imposturas lanzadas al ruedo. Es un odium fidei alimentado en el rencor ideológico. Un desamor fatal contra todo lo que lleve el signo de la Cruz y de la Espada.


Bastaría aceptar y comprender este oculto móvil para desechar, sin más, las falacias que se propagan nuevamente, aquí y allá. Pero un poder inmenso e interesado les ha dado difusión y cabida, y hoy se presentan como argumentos serios de corte académico. No hay nada de eso. Y a poco que se analizan los lugares comunes más repetidos contra la acción de España en América, quedan a la vista su inconsistencia y su debilidad. Veámoslo brevemente en las tres imputaciones infaltables enrostradas por las izquierdas.IntroducciónLa conmemoración del Quinto Centenario ha vuelto a reavivar, como era previsible, el empecinado odio anticatólico y antihispanista de vieja y conocida data. Y tanto odio alimenta la injuria, ciega a la justicia y obnubila el orden de la razón, según bien lo explicara Santo Tomás en olvidada enseñanza. De resultas, la verdad queda adulterada y oculta, y se expanden con fuerza el resentimiento y la mentira. No es sólo, pues, una insuficiencia histórica o científica la que explica la cantidad de imposturas lanzadas al ruedo. Es un odium fidei alimentado en el rencor ideológico. Un desamor fatal contra todo lo que lleve el signo de la Cruz y de la Espada.


Bastaría aceptar y comprender este oculto móvil para desechar, sin más, las falacias que se propagan nuevamente, aquí y allá. Pero un poder inmenso e interesado les ha dado difusión y cabida, y hoy se presentan como argumentos serios de corte académico. No hay nada de eso. Y a poco que se analizan los lugares comunes más repetidos contra la acción de España en América, quedan a la vista su inconsistencia y su debilidad. Veámoslo brevemente en las tres imputaciones infaltables enrostradas por las izquierdas. 




El despojo de la tierra

Se dice en primer lugar, que España se apropió de las tierras indígenas en un acto típico de rapacidad imperialista.

Llama la atención que, contraviniendo las tesis leninistas, se haga surgir al Imperialismo a fines del siglo XV. Y sorprende asimismo el celo manifestado en la defensa de la propiedad privada individual. Pero el marxismo nos tiene acostumbrados a estas contradicciones y sobre todo, a su apelación a la conciencia cristiana para obtener solidaridades. Porque, en efecto, sin la apelación a la conciencia cristiana —que entiende la propiedad privada como un derecho inherente de las criaturas, y sólo ante el cual el presunto despojo sería reprobable— ¿a qué viene tanto afán privatista y posesionista? No hay respuesta.

La verdad es que antes de la llegada de los españoles, los indios concretos y singulares no eran dueños de ninguna tierra, sino empleados gratuitos y castigados de un Estado idolatrizado y de unos caciques despóticos tenidos por divinidades supremas. Carentes de cualquier legislación que regulase sus derechos laborales, el abuso y la explotación eran la norma, y el saqueo y el despojo las prácticas habituales. Impuestos, cargas, retribuciones forzadas, exacciones virulentas y pesados tributos, fueron moneda corriente en las relaciones indígenas previas a la llegada de los españoles. El más fuerte sometía al más débil y lo atenazaba con escarmientos y represalias. Ni los más indigentes quedaban exceptuados, y solían llevar como estigmas de su triste condición, mutilaciones evidentes y distintivos oprobiosos. Una "justicia" claramente discriminatoria, distinguía entre pudientes y esclavos en desmedro de los últimos y no son éstos, datos entresacados de las crónicas hispanas, sino de las protestas del mismo Carlos Marx en sus estudios sobre "Formaciones Económicas Precapitalistas y Acumulación Originaria del Capital". Y de comentaristas insospechados de hispanofilia como Eric Hobsbawn, Roberto Oliveros Maqueo o Pierre Chaunu.

La verdad es también, que los principales dueños de la tierra que encontraron los españoles —mayas, incas y aztecas— lo eran a expensas de otros dueños a quienes habían invadido y desplazado. Y que fue ésta la razón por la que una parte considerable de tribus aborígenes —carios, tlaxaltecas, cempoaltecas, zapotecas, otomíes, cañarís, huancas, etcétera— se aliaron naturalmente con los conquistadores, procurando su protección y el consecuente resarcimiento.

Y la verdad, al fin, es que sólo a partir de la Conquista, los indios conocieron el sentido personal de la propiedad privada y la defensa jurídica de sus obligaciones y derechos. Es España la que se plantea la cuestión de los justos títulos, con autoexigencias tan sólidas que ponen en tela de juicio la misma autoridad del Monarca y del Pontífice. Es España -con ese maestro admirable del Derecho de Gentes que se llamó Francisco de Vitoria— la que funda la posesión territorial en las más altos razones de bien común y de concordia social, la que insiste una y otra vez en la protección que se le debe a los nativos en tanto súbditos, la que garantiza y promueve un reparto equitativo de precios, la que atiende sobre abusos y querellas, la que no dudó en sancionar duramente a sus mismos funcionarios descarriados, y la que distinguió entre posesión como hecho y propiedad como derecho, porque sabía que era cosa muy distinta fundar una ciudad en el desierto y hacerla propia, que entrar a saco a un granero particular. Por eso, sólo hubo repartimientos en tierras despobladas y encomiendas "en las heredades de los indios". Porque pese a tantas fábulas indoctas, la encomienda fue la gran institución para la custodia de la propiedad y de los derechos de los nativos. Bien lo ha demostrado hace ya tiempo Silvio Zavala, en un estudio exhaustivo, que no encargó ninguna "internacional reaccionaria", sino la Fundación Judía Guggenheim, con sede en Nueva York. Y bien queda probado en infinidad de documentos que sólo son desconocidos para los artífices de las leyendas negras.

Por la encomienda, el indio poseía tierras particulares y colectivas sin que pudieran arrebatárselas impunemente. Por la encomienda organizaba su propio gobierno local y regional, bajo un régimen de tributos que distinguía ingresos y condiciones, y que no llegaban al Rey —que renunciaba a ellos— sino a los Conquistadores. A quienes no les significó ningún enriquecimiento descontrolado y si en cambio, bastantes dolores de cabeza, como surgen de los testimonios de Antonio de Mendoza o de Cristóbal Alvarez de Carvajal y de innumerables jueces de audiencias. Como bien ha notado el mismo Ramón Carande en "Carlos V y sus banqueros", eran tan férrea la protección a los indios y tan grande la incertidumbre económica para los encomenderos, que América no fue una colonia de repoblación para que todos vinieran a enriquecerse fácilmente. Pues una empresa difícil y esforzada, con luces y sombras, con probos y pícaros, pero con un testimonio que hasta hoy no han podido tumbar las monsergas indigenistas: el de la gratitud de los naturales. Gratitud que quien tenga la honestidad de constatar y de seguir en sus expresiones artísticas, religiosas y culturales, no podrá dejar de reconocer objetivamente

No es España la que despoja a los indios de sus tierras. Es España la que les inculca el derecho de propiedad, la que les restituye sus heredades asaltadas por los poderosos y sanguinarios estados tribales, la que los guarda bajo una justicia humana y divina, la que Ios pone en paridad de condiciones con sus propios hijos, e incluso en mejores condiciones que muchos campesinos y proletarios europeos Y esto también ha sido reconocido por historiógrafos no hispanistas. Es España, en definitiva, la que rehabilita la potestad India a sus dominios, y si se estudia el cómo y el cuándo esta potestad se debilita y vulnera, no se encontrará detrás a la conquista ni a la evangelización ni al descubrimiento, sino a las administraciones liberales y masónicas que traicionaron el sentido misional de aquella gesta gloriosa. No se encontrará a los Reyes Católicos, ni a Carlos V, ni a Felipe II. Ni a los conquistadores, ni a los encomenderos, ni a los adelantados, ni a los frailes. Sino a Ios enmandilados Borbones iluministas y a sus epígonos, que vienen desarraigando a América y reduciéndola a la colonia que no fue nunca en tiempos del Imperio Hispánico. 

La sed de Oro
Se dice, en segundo lugar, que la llegada y la presencia hispánica no tuvo otro fin superior al fin económico; concretamente, al propósito de quedarse con Ios metales preciosos americanos.

Y aquí el marxismo vuelve a brindarnos otra aporía Porque sí nosotros plantamos la existencia de móviles superiores, somos acusados de angelistas, pero si ellos ven sólo ángeles caídos adoradores de Mammon se escandalizan con rubor de querubines. Si la economía determina a la historia y la lucha de clases y de intereses es su motor interno ; si los hombres no son más que elaboraciones químicas transmutadas, puestos para el disfrute terreno, sin premios ni castigos ulteriores, ¿a qué viene esta nueva apelación a la filantropía y a la caridad entre naciones. Unicamente la conciencia cristiana puede reprobar coherentemente —y reprueba semejantes tropelías. Pero la queja no cabe en nombre del materialismo dialéctico. La admitimos con fuerza mirando el tiempo sub specie aeternitatis. Carece de sentido en eI historicismo sub lumine oppresiones. Es reproche y protesta si sabemos al hombre "portador de valores eternos", como decía José Antonio, u homo viator, como decían Ioos Padres. Es fría e irreprochable lógica si no cesamos de concebirlo como homo acconomicus.

Pero aclaremos un poco mejor las cosas.

Digamos ante todo que no hay razón para ocultar los propósitos económicos de la conquista española. No solo porque existieron sino porque fueron lícitos. El fin de la ganancia en una empresa en la que se ha invertido y arriesgado y trabajado incansablemente, no está reñido con la moral cristiana ni con el orden natural de las operaciones. Lo malo es, justamente, cuando apartadas del sentido cristiano, las personas y las naciones anteponen las razones finaneieras a cualquier otra, las exacerban en desmedro de los bienes honestos y proceden con métodos viles para obtener riquezas materiales. Pero éstas son, nada menos, las enseñanzas y las prevenciones continuas de la Iglesia Católica en España. Por eso se repudiaban y se amonestaban las prácticas agiotistas y usureras, el préstamo a interés, la "cría del dinero", las ganancias malhabidas. Por eso, se instaba a compensaciones y reparaciones postreras —que tuvieron lugar en infinidad de casos—; y por eso, sobre todo, se discriminaban las actividades bursátiles y financieras como sospechosas de anticatolicismo. No somos nosotros quienes lo notamos. Son los historiógrafos materialistas quienes han lanzado esta formidable y certera "acusación" ni España ni los países católicos fueron capaces de fomentar el capitalismo por sus prejuicios antiprotestantes y antirabínicos. La ética calvinista y judaica, en cambio, habría conducido como en tantas partes, a la prosperidad y al desarrollo, si Austrias y Ausburgos hubiesen dejado de lado sus hábitos medievales y ultramontanos.

De lo que viene a resultar una nueva contradicción. España sería muy mala porque llamándose católica buscaba el oro y la plata. Pero seria después más mala por causa de su catolicismo que la inhabilitó para volverse próspera y la condujo a una decadencia irremisible.

Tal es, en síntesis, lo que vino a decirnos Hamilton —pese a sí mismo hacia 1926, con su tesis sobre "Tesoro Americano y el florecimiento del Capitalismo". Y después de él, corroborándolo o rectificándolo parcialmente, autores como Vilar, Simiand, Braudel, Nef, Hobsbawn, Mouesnier o el citado Carande. El oro y la plata salidos de América (nunca se dice que en pago a mercancías, productos y estructuras que llegaban de la Península) no sirvieron para enriquecer a España, sino para integrar el circuito capitalista europeo, usufructuado principalmente por Gran Bretaña.

Los fabricantes de leyendas negras, que vuelven y revuelven constantemente sobre la sed de oro como fin determinante de la Conquista, deberían explicar, también, por que España llega, permanece y se instala no solo en zonas de explotación minera, sino en territorios inhóspitos y agrestes. Porque no se abandonó rápidamente la empresa si recién en la segunda mitad del siglo XVI se descubren las minas más ricas, como las de Potosí, Zacatecas o Guanajuato. Por qué la condición de los indígenas americanos era notablemente superior a la del proletariado europeo esclavizado por el capitalismo, como lo han reconocido observadores nada hispanistas como Humboldt o Dobb, o Chaunu, o el mercader inglés Nehry Hawks, condenado al destierro por la Inquisición en 1751 y reacio por cierto a las loas españolistas. Por qué pudo decir Bravo Duarte que toda América fue beneficiada por la Minería, y no así la Corona Española. Por qué, en síntesis —y no vemos argumento de mayor sentido común y por ende de mayor robustez metafísica—, si sólo contaba el oro, no es únicamente un mercado negrero o una enorme plaza financiera lo que ha quedado como testimonio de la acción de España en América, sino un conglomerado de naciones ricas en Fe y en Espíritu. El efecto contiene y muestra la causa: éste es el argumento decisivo. Por eso, no escribimos estas líneas desde una Cartago sudamericana amparada en Moloch y Baal, sino desde la Ciudad nombrada de la Santísima Trinidad y Puerto de Santa María de los Buenos Aires, por las voces egregias de sus héroes fundadores. 

El genocidio indigena
Se dice, finalmente, en consonancia con lo anterior, que la Conquista —caracterizada por el saqueo y el robo— produjo un genocidio aborigen, condenable en nombre de las sempiternas leyes de la humanidad que rigen los destinos de las naciones civilizadas.

Pero tales leyes, al parecer, no cuentan en dos casos a la hora de evaluar los crímenes masivos cometidos por los indios dominantes sobre los dominados, antes de la llegada de los españoles; ni a la hora de evaluar las purgas stalinistas o las iniciativas multhussianas de las potencias liberales. De ambos casos, el primero es realmente curioso. Porque es tan inocultable la evidencia, que los mismos autores indigenistas no pueden callarla. Sólo en un día del año 1487 se sacrificaron 2.000 jóvenes inaugurando el gran templo azteca del que da cuenta el códice indio Telleriano-Remensis. 250.000 víctimas anuales es el número que trae para el siglo XV Jan Gehorsam en su articulo "Hambre divina de los aztecas". Veinte mil, en sólo dos años de construcción de la gran pirámide de Huitzilopochtli, apunta Von Hagen, incontables los tragados por las llamadas guerras floridas y el canibalismo, según cuenta Halcro Ferguson, y hasta el mismísimo Jacques Soustelle reconoce que la hecatombe demográfica era tal que si no hubiesen llegado los españoles el holocausto hubiese sido inevitable. Pero, ¿qué dicen estos constatadores inevitables de estadísticas mortuorias prehispánicas? Algo muy sencillo: se trataba de espíritus trascendentes que cumplían así con sus liturgias y ritos arcaicos. Son sacrificios de "una belleza bárbara" nos consolará Vaillant. "No debemos tratar de explicar esta actitud en términos morales", nos tranquiliza Von Hagen y el teólogo Enrique Dussel hará su lectura liberacionista y cósmica para que todos nos aggiornemos. Está claro: si matan los españoles son verdugos insaciables cebados en las Cruzadas y en la lucha contra el moro, si matan los indios, son dulces y sencillas ovejas lascasianas que expresaban la belleza bárbara de sus ritos telúricos. Si mata España es genocidio; si matan los indios se llama "amenaza de desequilibrio demográfico".

La verdad es que España no planeó ni ejecutó ningún plan genocida; el derrumbe de la población indígena —y que nadie niega— no está ligado a los enfrentamientos bélicos con los conquistadores, sino a una variedad de causas, entre las que sobresale la del contagio microbiano. La verdad es que la acusación homicidica como causal de despoblación, no resiste las investigaciones serias de autores como Nicolás Sánchez Albornoz, José Luis Moreno, Angel Rosemblat o Rolando Mellafé, que no pertenecen precisamente a escuelas hispanófilas. La verdad es que "los indios de América", dice Pierre Chaunu, "no sucumbieron bajo los golpes de las espadas de acero de Toledo, sino bajo el choque microbiano y viral",. la verdad —¡cuántas veces habrá que reiterarlo en estos tiempos!— es que se manejan cifras con una ligereza frívola, sin los análisis cualitativos básicos, ni los recaudos elementales de las disciplinas estadísticas ligadas a la historia. La verdad incluso —para decirlo todo— es que hasta las mitas, los repartimientos y las encomiendas, lejos de ser causa de despoblación, son antídotos que se aplican para evitarla. Porque aquí no estamos negando que la demografía indígena padeció circunstancialmente una baja. Estamos negando, sí, y enfáticamente, que tal merma haya sido producida por un plan genocida.

Es más si se compara con la América anglosajona, donde los pocos indios que quedan no proceden de las zonas por ellos colonizados -¿donde están los índios de Nueva Inglaterra?- sino los habitantes de los territorios comprados a España o usurpados a Méjico.

Ni despojo de territorios, ni sed de oro, ni matanzas en masa. Un encuentro providencial de dos mudos. Encuentro en el que, al margen de todos los aspectos traumáticos que gusten recalcarse, uno de esos mundos, el Viejo, gloriosamente encarnado por la Hispanidad, tuvo el enorme mérito de traerle al otro nociones que no conocía sobre la dignidad de la criatura hecha a imagen y semejanza del Creador. Esas nociones, patrimonio de la Cristiandad difundidas por sabios eminentes, no fueron letra muerta ni objeto de violación constante.

Fueron el verdadero programa de vida, el genuino plan salvífico por el que la Hispanidad luchó en tres siglos largos de descubrimiento, evangelización y civilización abnegados.

Y si la espada, como quería Peguy, tuvo que ser muchas veces la que midió con sangre el espacio sobre el cual el arado pudiese después abrir el surco; y si la guerra justa tuvo que ser el preludio del canto de la paz, y el paso implacable de los guerreros de Cristo el doloroso medio necesario para esparcir el Agua del Bautismo, no se hacia otra cosa más que ratificar lo que anunciaba el apóstol: sin efusión de sangre no hay redención ninguna.

La Hispanidad de Isabel y de Fernando, la del yugo y la flechas prefiguradas desde entonces para ser emblema de Cruzada, no llegó a estas tierras con el morbo del crimen y el sadismo del atropello. No se llegó para hacer víctimas, sino para ofrecernos, en medio de las peores idolatrías, a la Víctima Inmolada, que desde el trono de la Cruz reina sobre los pueblos de este lado y del otro del oceano temible. 



ANTONIO CAPONNETTO, Hispanidad y Leyendas Negras.