POBREZA Y DESOLACIÓN
Y con el pasar de los días
va aumentando la pobreza. Los peones, aquellos a los cuales les dejaba algunas
libras en herencia, lo han robado; y él ha tenido que echarlos a todos. Sus
amigos y parientes de Buenos Aires, los que lo socorrían, se marchan de este
mundo. Estas muertes significan para él mayor pobreza y un acrecentamiento de
soledad.
En 1873 le ha escrito desde
San Nicolás el coronel Prudencia Arnold. Le llama “el hombre de mi predilección
y mis simpatías”. Don Juan Manuel le contesta hablándole de esa carta: “Es un
calmante a mi malestar por pobreza en que vivo” Son un gran consuelo para el
viejo las cartas de ese hombre fiel. “Su retrato de bulto es el único que hay
en la salita de mi casa, en esta ciudad, frente a las ventanas de la calle”. No
solamente, pues, lo admira y lo quiere. Desea que todos lo sepan, el viejo
soldado que no se avergüenza de haber servido a sus órdenes.
¡Cuántos recuerdos lejanos
evocarán en Rosas las cartas del coronel Arnold! Pensar que pronto hará
cincuenta años que ambos pelearon en el Puente de Márquez, en ese combate que
fue para Rosas el verdadero comienzo de su gloria.
El año 1875 el anciano
recibe el más cruel de los golpes: ha muerto Josefa Gómez.
Esta mujer admirable ha sido
la buena hada del desterrado. ¡Cuánto le debe! Lo socorrió con dinero, le
obtuvo la ayuda de Urquiza, le reunió las suscripciones.
Sus cartas debían hacerle
sentirse un poco menos solo. Esa mujer abnegada, esa amiga fidelísima, raro
ejemplo de lealtad, debía representar para Rosas la Patria; y sus cartas con
ella, su diálogo con la Patria. Ahora él va a quedar en la sima de su soledad.
Ahora podrá volver a escribir, con más razón que antes, que la vida, si ha de
ser así, “es una agonía”.
Una agonía…Tanta pobreza que
, un día de diciembre de 1876, se decide a escribirle a la hija de su amiga. Se
decide a pedirle plata, sencillamente. ¿Cómo ella no ha continuado ayudando al
viejo, siquiera por cariño a su madre, ya que no es capaz de comprender el
honor que semejante ayuda la significaría? Don Juan Manuel le manda su protesta
de veinticuatro años atrás. Le refiere cómo debió recurrir a personas amigas,
las cuales, en su totalidad, han muerto. Y recordando su amistad con la madre y
“los sentimientos virtuosos del corazón de usted y el de su amante esposo –le dice-,
me he animado a enviar a usted esta manifestación, por si le es posible
auxiliarme con algo anualmente”. ¡Doloroso, ver humillarse así al hombre altivo
y fuerte de sus años y grandeza y de poderío! Han de haber sangrado el corazón
y el alma de Rosas. Hay una densa tragedia moral en esas líneas solemnes que
dirige a quien conoció cuando era una criatura, a la hija de su íntima y noble
amiga.
ENFERMEDAD Y MUERTE
Pero ya poco le queda por
sufrir. Un día de marzo, el 22, en que Manuelita, anciana también, pues tenía
sesenta y un años, se encuentra sola –Máximo se ha marchado, en febrero, a
Buenos Aires, a gestionar la devolución de bienes- es llamada desde Swanthling
por el doctor Wibblin. Acude junto a su padre y lo encuentra gravemente
enfermo. Ocurre que el jueves 8, don Juan Manuel, sin preocuparse del frío
invernal, salió a la tarde a caballo
para dirigir el encierro de unos animales.
Había vuelto a la casa de la chacra con tos. A la noche
tenía fiebre. El médico ha diagnosticado una congestión pulmonar, gravísima en
un hombre de ochenta y cuatro años. Al otro día ha arrojado sangre y le ha
sobrevenido la fatiga.
Cuando ese día 12, que es lunes, llega Manuelita, su
padre está casi moribundo. Ella le escribe a Máximo: “¡Pobre Tatita! ¡Estuvo tan
feliz cuando me vio llegar!” No obstante su gravedad, el enfermo dispone el
turno de los que han de cuidarlo. Al día siguiente de llegar Manuela, reacciona
poco. Charla con ella y con el médico. Le ordena a su hija que vaya a descansar
y que lo cuiden sus criadas Mary Ann y Alice.
Es el 14 de marzo de 1877. A las seis de la mañana, Alice
avisa a Manuela que su padre está muy mal. Ella salta de la cama, se instala a
su lado y lo besa muchas veces, como hacía siempre. Siente la mano helada. “Cómo
te va, Tatita?” Él la mira “con mayor
ternura” y le contesta: “No sé, niña”...Y la “niña” de sesenta y un años
-¡cuánta ternura hay en esa palabra “niña”, dirigida a una mujer de su edad y
en semejante momento!- sale para ordenar que llamen al médico y al confesor. Y
cuando ella vuelve, ya su padre no vive.
¡Ha muerto don Juan Manuel de Rosas! Su entierro es muy
sencillo y pobre: un solo coche y unas pocas personas. Pero algo le da la
grandeza del entierro de un héroe: sobre el féretro va una bandera argentina y
la espada de San Martín. La más gloriosa espada de la Patria lo acompaña.Es
como un trofeo ganado por su patriotismo y como un símbolo de sus doce años de
lucha por la independencia política, económica y espiritual de América.
En su tumba no se ha pronunciado ningún discurso. Pero
pocos meses más tarde, Juan Bautista Alberdi escribe unas bellas palabras, que
son como una oración antes de sus restos. “Mientras se levantan altares a San
Martín –dice el ilustre escritor-, su espada está en Southampton, sirviendo de
trofeo monumental a la tumba de Rosas, puesta en ella por las manos mismas del
héroe de Chacabuco y Maipo”. Agrega: “Su conducta en Europa no ha sido inferior
a la de San Martín”.
Afirma que su respeto al vencedor, “sin coacción ni
motivo de temor, es tenido en todo país civilizado como respeto liberal
tributado a la Ley. Este solo antecedente lo hace merecedor de que sea la
tierra clásica de la libertad la que pese ligera sobre sus restos mortales”. Y
en un rasgo de noble arrepentimiento, exclama: “Yo combatí su gobierno.Lo
recuerdo con disgusto”.
Pero allá en la patria lejana, donde gobiernan hombres
pequeños, casi nadie opina como Alberdi. He aquí que los parientes de Rosas
mandan decir una misa por su alma. Trátase de una ceremonia religiosa absolutamente
privada, del legítimo derecho de rogar al Altísimo por un muerto.
Pero el “liberal” gobierno de la provincia prohíbe la
misa. Uno de los ministros que firman el dictatorial decreto es Vicente
Quesada, aquel diplomático que visitara a Rosas en 1873. Dios lo castigará más
tarde, encendiendo el alma de su hijo, del muchacho que lo acompañaba, una
auténtica pasión por la justicia histórica que lo convertirá en una de las
columnas de la rehabilitación del condenado.
MANUEL GÁLVEZ, Vida de Juan Manuel de Rosas. Buenos Aires, 1940.
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